Uno no se la cree mucho al principio. No hace caso. Pero los días pasan y parece que es verdad que se puede salir de todo. Superar todo. Hasta las peores cosas. Hasta la insoportable compañía de uno mismo que, de nuevo solo, se ha puesto más flaco y aburrido que nunca.
Cuesta mucho. Pero es posible acostumbrarse. Aunque sigan abiertos todos los recuerdos, todas las historias, todas las noches y las mañanas juntos. Aunque todavía queden los olores, el gusto en la boca y los riesgos compartidos. Aunque todavía haya veranos, lluvias, pastillas de menta, cartas y fotos dando vueltas por la pieza. Aunque cada lugar sea un resumen de los mejores tiempos.
A la larga, con el paso de los días y una vez que llega la asquerosa costumbre, es posible adaptarse. A las noches solo, al miedo, a la falta de ganas, al dolor del cuerpo, a la rabia y a la pena acumulada. A la contestadora sin la lucecita roja de los recados, a que el otro pueda seguir viviendo y saliendo y entregando abrazos y emociones de la mano de otra gente. A saber que cada día que pasa apura las distancias y hace que las voces y las historias que antes eran parte de uno se vuelvan distintas, ajenas, diferentes.
Todo eso pasa. Pero puede superarse. Incluso, juntando fuerzas y espantando la pena, uno puede sacarle partido a todo lo bueno que fue quedando en el camino. Y hasta puede sentirse satisfecho. Y feliz. De haber aprendido cosas. De haber ayudado a que el otro también lo hiciera. De saber que, mal que mal y gracias a ese otro, por mucho tiempo uno llegó a ser mejor. Más honesto, más valiente y más real que otras veces. Que todas las otras veces.
Los que no entienden nada te dicen que te olvides. Que rayes de una vez por todas las agendas, que firmes el papel de defunción y que vuelvas a ser el mismo que eras antes. Pero eso es ridículo. Es mejor mantener los recuerdos. Cambiarlos de lugar, ordenarlos de otra forma, asignarles otro valor. Pero mantenerlos. Eso es mucho más sano. Y más justo. Borrar huele a crítica, a arrepentimiento. Y hay veces, algunas veces, las más importantes, en las que uno sabe que no puede arrepentirse de nada. Absolutamente de nada.
Es ahí, justo ahí, cuando uno se siente mejor y entiende. Cuando uno sabe, por fin, que, venga lo que venga, hay que subirse la mochila al hombro y caminar para otro lado. Volver a mirar hacia adelante, volver a tratar todas las veces que sea necesario. Volver a escribir cartas y regalar cosas en días especiales. Volver a reírse, a viajar y a compartir parientes. Aprenderse otra fecha de cumpleaños, poner otra cara en la billetera y mirar otros álbumes de fotos. Y sentirse dentro de alguien con las mismas ganas que antes, con la misma fe. Defendiéndolo, ayudándolo y descubriéndolo todos los días. Estrujándolo, cuidándolo y conociéndolo como si ese otro fuera el primero y el último. Aunque por ahora todavía duela el cuerpo y afuera, y adentro, siga haciendo tanto frío…
Repetir una publicación no es mi usanza,
sólo que ésta vez y solo ésta vez... es absolutamente necesario.